9.10.16

Nunca debió ocurrir

En un  mar de incertidumbre me encuentro, desorientado, buscando el barco que siempre victorioso me había estado llevando a la orilla. Nunca debió ocurrir.
Parecía distraída, inmersa en sus pensamientos. Pensé que esperaba a alguien, pero no me importaba. Seguro que no me habría costado mucho romper el hielo. Hubiera utilizado una de tantas frases: “¿Tienes fuego?; no eres de por aquí, ¿verdad?
Pero, tal vez instintivamente, buscaba algo diferente y creo que lo encontré.
-          Soy Nico- le dije casi sin pensarlo.
-          Paula- respondió sin vacilar.
-          ¿Esperas a alguien?
-          Sí, pero no vendrá-replicó ella.

Recuerdo que me sorprendió su respuesta. Apenas cuatro palabras, sobria, segura de sí misma, levantando la cabeza para cruzar su mirada con la mía. Tomaba ya la apariencia de una de tantas ocasiones.

Nada más comenzamos a charlar cuando ella ya reía. Sólo fueron 2 minutos de tópicos con un par de palabras sinceras, pero conectamos. Ella quería volver a casa y yo la acompañé. Casi sin intentarlo me encontré con que habíamos quedado para una próxima vez. Lo había conseguido; no me sorprendió y, como otras veces, me preparé para disfrutar del fruto de los que se atreven a arriesgar.

Yo volví a casa y, por el camino, no entendía bien por qué había quedado con ella. La recordaba bien, sin detalles, pero bien. No era especialmente guapa pero, en cualquier caso, sabía que no quería faltar a mi cita.
De una forma tópica, ella llegó tarde y yo esperé pacientemente.

Con una margarita como centro de mesa, comenzamos la cena. Unas bromas aquí, un poco de interés allá, preguntas sobre lo que importa, intereses compartidos… Mis pesquisas se dirigían directamente a su conquista. Ni siquiera sabía si yo quería estar con ella, pero eso lo decidiría después. ¿Cuánto se parecería a sus antecesoras? Pasó la primera media hora.

Pero… ¿qué era esto? No era la chiquilla abstraída a la que estaba acostumbrado que me presentase la suerte desde hace unos años, sino una chica con las ideas claras, tal vez demasiado, y que firmemente se encontraba en el polo opuesto a las mías. Consiguió acaparar toda mi atención.

Tener o no razón en algo es lo de menos. ¿De qué sirve tener razón cuando nadie te la disputa? No hay nada comparado con una discusión cara a cara. Ella me rebatía cada idea de la forma más tajante y a la vez elegante; parecía que nunca llegaríamos a entendernos. Estaba acostumbrado a que me dieran la razón (al menos en la primera cita). Ella hablaba sin cesar mientras yo me perdía en sus inquietos y verdes ojos como si de laberintos en el paraíso se tratasen. Su fuerza, su rabia y la profundidad de sus ideas casi consiguen hacerme olvidar las mías!

Pagué la cena y salimos del aquel pequeño restaurante. Mi coche estaba lejos, pero el paseo resultaba agradable. Pocos metros antes de llegar, me detuve y ella sorprendida me miró. Di un paso para acercarme. Yo, más nervioso que ella, creé un falso temple y la besé. Podía sentir cómo mi corazón latía a ritmo vertiginoso durante unos segundos hasta que de pronto… se hizo el silencio. Algo pasó! Sus labios se separaron de los míos y con una mirada entrecortada me dijo… “no es el momento”.
No supe qué pensar. ¿Me precipité? ¿Debí haber esperado más? ¿No era nuestro momento o no era su momento? Estaba nervioso, desconcertado, inseguro. Quería que no se me notase que quería más, que no quería que se separa de mí. Pero me comporté. La dejé en su casa y le dije que la llamaría, mas replicó que ya lo haría ella.

De vuelta a casa sólo podía pensar en sus ojos; aquellos ojos que abrían ante mí una puerta hacia un perturbador camino de incertidumbres y temores que algo dentro de mí me empujaba a investigar.
Aquello se salía de lo normal. No acertaba a recordar que me hubiera ocurrido antes algo similar. Aquello era diferente. Pero… ¿qué había cambiado? Yo era el mismo; sólo fue una noche; todo lo había llevado a la práctica como siempre. No lo entiendo, todo era igual pero a la vez inquietantemente nuevo. ¿Qué había hecho mal? Me había saltado todos los piropos y vanidades sexistas que a menudo me ayudaban a conseguir mi propósito. Le había escuchado y discutido como si de un buen amigo se tratase e incluso le había permitido adentrarse en mi interior.
Nunca debió ocurrir.
Pero ocurrió. Sentía que había logrado rozar aquel ideal que se esbozaba en el banquete platónico. ¿Podía un ser tan opuesto y al mismo tiempo tan próximo a mí?
¿Quién sabe? tal vez ella no fuese honesta. Nuestra conversación de una noche había conseguido nublar mi vista hasta entonces tan calculadora. Quizá pretendió desviar mis intenciones o… conseguir las suyas? No sabía qué pensar.
Nunca debió ocurrir.

Ha pasado el tiempo y el teléfono sigue muerto en algún rincón. Al principio, cada llamada, cada mensaje, me provocaba una inquietante sensación. Su nombre, sus ojos… aún recorren mi cabeza descartando los de las demás. Mi manifiesta impotencia me permite comprender ahora a aquellos pobres fantoches que deciden tapar el dolor de la angustiosa espera con cualquier estrella fugaz de las barras del bar de moda un sábado noche. Nunca debí permitir que dominase mi mente.

No sé muy bien cómo ocurrió. Pero ocurrió. Estoy convencido de que el verdadero origen de mi desesperación no era, en realidad, haber caído en mi propia trampa, sino encontrarme atrapado en la dolorosa incertidumbre.

A lo mejor ella sólo sentía curiosidad, me estudió de forma minuciosa y fría, y llegó a la nefasta conclusión de que yo no estaba entre sus planes. Quizás por una vez se cambiaron los papeles.

Lo único que tengo claro es que un destello de esos que algunos llaman “enamorarse” me había alcanzado y brillé con su luz. Mi absurdo destino quiso que no ganara aquella batalla. Y, si con uno sólo de sus rayos me ha conseguido iluminar, qué sucederá cuando me alcance de lleno? Otra vez será…

Nunca debió ocurrir.


25.2.15

El camino del éxito


7.3.14

Ella ya había decidido dejarnos

Anoche falleció mi abuelita. Es la única que me quedaba. Tenía 97 años. Hace casi dos años, sus achaques de cadera le dejaron en la cama de la habitación del fondo. Y allí ha estado hasta hoy.
Siempre la recordaré por su vitalidad. ¿Te he contado que mi abuela fue la primera mujer de Córdoba con carnet de conducir? Mis amigos la llamaban la super-abuela. Estuvo cogiendo el coche para ir a misa hasta los 90 años. Y bueno, no solo a misa, también se plantaba en la playa en un visto y no visto. Era impresionante! Mi hermano dice que lo que él siempre recordará de ella era su ironía. Probablemente la misma ironía que tiene mi padre, y probablemente muy parecida a la que, tú que me conoces, has podido ver en mi. Qué bonito es eso. Me gusta pensar que algo de mi abuelita queda en mi.

A mi abuela, cuando nació, la llamaron Pastora. Pero a ella le gustaba taaan poco ese nombre, que en su confirmación se lo cambió por el de Trinidad. Nunca entendí por qué se quitó un nombre tan poco común para ponerse otro igual de poco común. En realidad a mi me daba igual, siempre la seguiría llamando Lela.

Otra de las cosas que más llamaban la atención de la abuela Lela es que tenía miedo a la noche. Hoy me contró mi padre que de niña, una noche se perdió en el río y que no la encontraron hasta la mañana siguiente. Desde entonces cada día al caer la noche, tenía que estar en compañía. Por este motivo, mi abuela en sus 97 años no consintió ni una sola noche dormir sola en casa! Hoy día esto me parece impensable. ¿Cómo es posible no dormir ni una sola noche en 97 años sola en casa? No lo sé. Ella lo consiguió.

Mi abuela estaba bien de salud. Le hacían análisis regulares y siempre salian perfectos. Pero su cadera encadenó su vitalidad a la pata de una cama, y eso fue demoledor. La última vez que la vi fue hace menos de diez días. A penas se podía incorporar y su cara de sufrimiento me hicieron plantearme si podría soportar volver a verla en ese estado. Cuando le pregunté por la causa de su muerte, mi padre me contó que hace más de una semana que dejó de comer. Ella ya había decidido dejarnos.

30.1.13

Ya soy mayor

Lo soltaste tímida, sin saber qué pasaría. Sin saber cómo reaccionaría, con riesgo a perder tu seguridad, con ganas de ver lo que pasaba. Valiente! Me tanteaste. Lo sé. Pero no pasa nada. Ya soy  mayor.

Por una vez el descaro que te caracteriza se empañó de cierta vergüencilla. Seguro que la idea te rondaba por la cabeza desde hace varios días, seguro.

Me miraste a la cara, y diste un pasito más. "Acércate, no te tengo miedo" pensé. Y así lo hiciste. Me gustó que cada tres palabras me miraras a los ojos esperando ver mi reacción, tu sonisa entrecortada y tu sincera valentía. Me gustó no verme atrapado con las respuestas. Buscabas respuestas en mis ojos y no en mis palabras.

Te acercaste a mí y... Lo soltaste! Mis ojos se abrieron más aún y pasó por mi cabeza un "no puede ser que me esté diciendo esto". Debe ser eso que llaman adrenalina lo que hizo que mis manos empezaran a sudar y el corazón se me acelerase.

Callé pacientemente. -Espera, Álvaro, espera y escucha. Controla tus palabras.- me decía. Pensé dejarte hablar, ver cómo salías de esta, ¿hasta dónde llegarás? ¿lo dirás?

"Y te quería decir que me pareces interesante". Interesante?!? ME dejaste atónito! Interesante me parece un libro, una teoría, un reportaje... Y a mí me dejaste ahí. A la categoría de libro. Interesante... Valiente! Me tanteaste, lo sé. Pero no pasa nada. Ya soy  mayor.

14.10.12

Y termino diciendo tonterias

Te conocí bebiendo una cerveza en aquel pub irlandés de la esquinita de un barrio lejano. Aquella fue la primera vez que nos vimos, que nos vimos sabiendo que nos gustábamos. Nuestras miradas ya se habían cruzado una semana antes en aquel bar popero. Fue una semana larguísima. Apenas nos habíamos visto una vez, pero cada minuto pensabamos el uno en el otro. Mensajes SMS, emails, messenger... la técnología del momento echaba humo y en poco tiempo se nos quedó corta. Conversaciones interminables,  tontas, mundanas, profundas... Eramos coincidentes en un 99.9%. "Me copias" me decías. "No, tú me copias" respondía. Y luego nos reíamos como adolescentes de quince años. Tú te resistías a lo inevitable. A día de hoy aún no se me ocurre un adjetivo mejor para aquello que nos pasó: inevitable. Caritas de tontos, risitas sin sentido, ilusión recueperada, vergüencillas y ganas del uno en el otro... Todo hacía que los dos dejaramos que el uno entrara en la vida del otro. Nada importaba, sólo queríamos estar juntos, queríamos más. Y así fue, así fuimos, así fue lo nuestro, inevitable.

Y es que fuiste tú la que me hizo volver a creer, te lo digo ahora, la que sin quererlo me enseñaste que enamorarse no es exclusivo de quinceañeros.

Ya han pasado varios años de nuestra despedida. Años en los que mi vida ha estado ocupada. No he pensado en tí, no te voy a mentir. Pero ahora llega ella. Y se llama como tú. Y me escribe y me busca como tú. Y este fin de semana estoy con mis amigos. Y pienso en ella. Le envio mil fotos y a ella le gusta, me sonrie y me devuelve otras tantas. Me dice que Se acuerda de mi y yo no puedo evitar poner mi carita de tonto y creérmelo.

Me envia una foto y rezo porque sea fea! jajaja! Me embelesa pensar en tí, no creo que nada mejorase si descubriera que además eres guapa. Mierda! Lo eres!

Se lo cuento a Luis. Y él me dice que estoy chalado. "Cómo haces tanto de tan poco". Y tiene razón, pero no lo evito igualmente. Me gusta sentirme así. "Ve a madrid y conócela" me dice. "¿Para qué?" Respondo. "Es pronto. No quiero acabar con esto ya. Me da igual no conocerla, me vale con lo que tengo."

Domingo de resaca mortal. Evito pensar, pero de pronto suena de nuevo mi teléfono. Es ella con otra fotografía que te recuerda a mí. ¿A mí? ¿cómo? Si no nos conocemos! Me da igual. Me encanta la idea. Y yo empiezo a no saber qué decir. Me pongo nervioso, quiero elegir bien las palabras... Pero como siempre que lo intento termino diciendo tonterías.

20.5.12

Sal con una chica que no lee

Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.

 Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música pop, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.

 Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champán con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.

Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar.

 Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato. Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.

No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio.

Charles Warnke

12.10.11

La perspectiva

La perspectiva, la perspectiva que el 10 de enero de 2007 me prometí no perder se está perdiendo. La perspectiva de saber de dónde vengo, de saber lo que soñaba ser, hacia donde quise encaminar mis pasos y mi vida.

Precisamente ahora, desde aquí, en las calles de mi ciudad, en mi casa, mis raíces desde donde más me veo, respirando el aire que siempre he respirado con un entrañable olor a hogar. Precisamente desde aquí es desde mejor se ven las cosas. Desde donde mejor me veo, posición privilegiada para ver a aquel que partió por segunda vez hace dos años en busca de su nuevo futuro, con increíbles herramientas que había adquirido en su último viaje. Desde aquí parece que no ha pasado el tiempo. Y echo la vista atrás, recordando lo que vine a buscar y me veo hoy. Por dios! Había perdido la perspectiva! "Nene, recuerda qué es lo importante!" "Nene, vuelve a conectar contigo mismo!"

Necesito paz. Paz en mi alma, paz con los que me rodean, sin frentes abiertos,
sin dolor, sin preguntarme cada 3 ó 4 días por qué me da esto la vida. Recuerda quien eres, recuerda que siempre has sido feliz con lo que tienes y no le pedías imposibles a la vida. Nunca se te hubiera ocurrido pedir a los demás lo que no me pueden dar (o no quieren). Dominabas el arte de la paz, de la aceptación y del disfrute de lo que los demás te daban. ¿Qué te ha pasado? Te has perdido, nene, te has perdido en esperar lo que no puedes esperar. Y cuanto más te revelabas con la vida, más frustración te devolvía.

Qué bien sienta recuperar la perspectiva. Qué suerte tengo de tener este lugar que me permite recordar quién soy. Desde aquí me permito conectar, recordar de donde vengo y sentirme orgulloso.