En
un mar de incertidumbre me encuentro, desorientado,
buscando el barco que siempre victorioso me había estado llevando a la orilla.
Nunca debió ocurrir.
Parecía
distraída, inmersa en sus pensamientos. Pensé que esperaba a alguien, pero no
me importaba. Seguro que no me habría costado mucho romper el hielo. Hubiera
utilizado una de tantas frases: “¿Tienes fuego?; no eres de por aquí, ¿verdad?
Pero,
tal vez instintivamente, buscaba algo diferente y creo que lo encontré.
-
Soy Nico- le dije casi sin pensarlo.
-
Paula- respondió sin vacilar.
-
¿Esperas a alguien?
-
Sí, pero no vendrá-replicó ella.
Recuerdo
que me sorprendió su respuesta. Apenas cuatro palabras, sobria, segura de sí
misma, levantando la cabeza para cruzar su mirada con la mía. Tomaba ya la apariencia
de una de tantas ocasiones.
Nada
más comenzamos a charlar cuando ella ya reía. Sólo fueron 2 minutos de tópicos
con un par de palabras sinceras, pero conectamos. Ella quería volver a casa y
yo la acompañé. Casi sin intentarlo me encontré con que habíamos quedado para
una próxima vez. Lo había conseguido; no me sorprendió y, como otras veces, me
preparé para disfrutar del fruto de los que se atreven a arriesgar.
Yo
volví a casa y, por el camino, no entendía bien por qué había quedado con ella.
La recordaba bien, sin detalles, pero bien. No era especialmente guapa pero, en
cualquier caso, sabía que no quería faltar a mi cita.
De una
forma tópica, ella llegó tarde y yo esperé pacientemente.
Con una
margarita como centro de mesa, comenzamos la cena. Unas bromas aquí, un poco de
interés allá, preguntas sobre lo que importa, intereses compartidos… Mis
pesquisas se dirigían directamente a su conquista. Ni siquiera sabía si yo
quería estar con ella, pero eso lo decidiría después. ¿Cuánto se parecería a
sus antecesoras? Pasó la primera media hora.
Pero… ¿qué
era esto? No era la chiquilla abstraída a la que estaba acostumbrado que me
presentase la suerte desde hace unos años, sino una chica con las ideas claras,
tal vez demasiado, y que firmemente se encontraba en el polo opuesto a las mías.
Consiguió acaparar toda mi atención.
Tener o
no razón en algo es lo de menos. ¿De qué sirve tener razón cuando nadie te la
disputa? No hay nada comparado con una discusión cara a cara. Ella me rebatía
cada idea de la forma más tajante y a la vez elegante; parecía que nunca
llegaríamos a entendernos. Estaba acostumbrado a que me dieran la razón (al
menos en la primera cita). Ella hablaba sin cesar mientras yo me perdía en sus
inquietos y verdes ojos como si de laberintos en el paraíso se tratasen. Su
fuerza, su rabia y la profundidad de sus ideas casi consiguen hacerme olvidar
las mías!
Pagué
la cena y salimos del aquel pequeño restaurante. Mi coche estaba lejos, pero el
paseo resultaba agradable. Pocos metros antes de llegar, me detuve y ella
sorprendida me miró. Di un paso para acercarme. Yo, más nervioso que ella, creé
un falso temple y la besé. Podía sentir cómo mi corazón latía a ritmo
vertiginoso durante unos segundos hasta que de pronto… se hizo el silencio. Algo
pasó! Sus labios se separaron de los míos y con una mirada entrecortada me dijo…
“no es el momento”.
No supe
qué pensar. ¿Me precipité? ¿Debí haber esperado más? ¿No era nuestro momento o
no era su momento? Estaba nervioso, desconcertado, inseguro. Quería que no se
me notase que quería más, que no quería que se separa de mí. Pero me comporté.
La dejé en su casa y le dije que la llamaría, mas replicó que ya lo haría ella.
De
vuelta a casa sólo podía pensar en sus ojos; aquellos ojos que abrían ante mí
una puerta hacia un perturbador camino de incertidumbres y temores que algo
dentro de mí me empujaba a investigar.
Aquello
se salía de lo normal. No acertaba a recordar que me hubiera ocurrido antes
algo similar. Aquello era diferente. Pero… ¿qué había cambiado? Yo era el
mismo; sólo fue una noche; todo lo había llevado a la práctica como siempre. No
lo entiendo, todo era igual pero a la vez inquietantemente nuevo. ¿Qué había
hecho mal? Me había saltado todos los piropos y vanidades sexistas que a menudo
me ayudaban a conseguir mi propósito. Le había escuchado y discutido como si de
un buen amigo se tratase e incluso le había permitido adentrarse en mi
interior.
Nunca
debió ocurrir.
Pero
ocurrió. Sentía que había logrado rozar aquel ideal que se esbozaba en el banquete
platónico. ¿Podía un ser tan opuesto y al mismo tiempo tan próximo a mí?
¿Quién
sabe? tal vez ella no fuese honesta. Nuestra conversación de una noche había
conseguido nublar mi vista hasta entonces tan calculadora. Quizá pretendió
desviar mis intenciones o… conseguir las suyas? No sabía qué pensar.
Nunca
debió ocurrir.
Ha
pasado el tiempo y el teléfono sigue muerto en algún rincón. Al principio, cada
llamada, cada mensaje, me provocaba una inquietante sensación. Su nombre, sus
ojos… aún recorren mi cabeza descartando los de las demás. Mi manifiesta
impotencia me permite comprender ahora a aquellos pobres fantoches que deciden tapar
el dolor de la angustiosa espera con cualquier estrella fugaz de las barras del
bar de moda un sábado noche. Nunca debí permitir que dominase mi mente.
No sé
muy bien cómo ocurrió. Pero ocurrió. Estoy convencido de que el verdadero
origen de mi desesperación no era, en realidad, haber caído en mi propia
trampa, sino encontrarme atrapado en la dolorosa incertidumbre.
A lo
mejor ella sólo sentía curiosidad, me estudió de forma minuciosa y fría, y
llegó a la nefasta conclusión de que yo no estaba entre sus planes. Quizás por
una vez se cambiaron los papeles.
Lo
único que tengo claro es que un destello de esos que algunos llaman
“enamorarse” me había alcanzado y brillé con su luz. Mi absurdo destino quiso
que no ganara aquella batalla. Y, si con uno sólo de sus rayos me ha conseguido
iluminar, qué sucederá cuando me alcance de lleno? Otra vez será…
Nunca debió ocurrir.